domingo, noviembre 28, 2004

EL HOMBRE DE TLAHUAC.

Por: José Luis Camba Arriola.
El uso y la costumbre no es otra cosa que lo que se utiliza, como ropa, herramientas, etcétera y: la forma en que se acostumbran hacer las cosas, como los ritos prenupciales o funerarios. El linchamiento debe su nombre a un acontecimiento ocurrido en los Estados Unidos tras el juicio sumario y asesinato de un ciudadano de nombre Lynch. No era, hasta ahora, una costumbre de mexicano. La cruenta película de los años setentas con el título de “CANOA” se ha estado convirtiendo en realidad. Pero ya no es ni el racismo ni la intolerancia el caldo de cultivo que alimenta a la turba. El detonador en la actualidad es el rencor a las autoridades. La multitud fuera de control se enciende porque las cabezas de sus participantes comparten una idea común: la pasividad y corrupción de los funcionarios públicos son las causas de la inseguridad y la injusticia, ergo, la justicia propia es la única salida. Hemos llegado a este punto por múltiples razones, ninguna imposible de evitar. Sin embargo, un dato curioso llama la atención. Lo que no separa de los salvajes es la civilidad. El hombre contemporáneo cuenta básicamente con los mismos instintos que el Homo Sapiens. La diferencia son los frenos con los que hoy se impide que el instinto prevalezca sobre la racionalidad. La moral, la conciencia o los principios son ejemplos de lo anterior.

Años atrás, urbanidad era el sinónimo por excelencia de las buenas costumbres. Se hablaba de las normas de urbanidad como el equivalente de la buena educación. Las personas que vivían en el campo luchaban con fervor para conseguir un propósito principal: enviar a sus hijos a la mayor ciudad que sus recursos le permitieran, para que se les quitara lo brutos; para que aprendieran a relacionarse en sociedad; a tener buenos modales; en definitiva, a superar a sus progenitores.

Urbanidad, proviene de urbano, de urbe, es decir, lo que es propio de las ciudades. Y es que, efectivamente, en las ciudades se procuraba la práctica de una forma de relacionarse más sofisticada. No podía ser de otra manera: en un lugar que, a diferencia del campo, se caracterizaba por la necesidad de ocupar el espacio con extraños, llegando incluso al hacinamiento, había que tener hábitos que permitieran compartir con otros lugares donde la territorialidad era sustituida por lo público, en aras de no vivir en continuo conflicto con los demás. La solución más civilizada fue la cortesía, pilar de las buenas maneras; su propósito consistía en incordiar lo menos posible al otro. La actitud se consideró tan necesaria que se publicaron infinidad de libros con el objeto de instruir al lego en el arte de las buenas maneras; el más célebre de ellos es el conocido como “Manual de Carreño”.

Hoy no ocurre lo mismo. Las ciudades se han convertido en junglas donde la cadena alimenticia comienza y termina en el mismo animal: el hombre. De aquellas buenas costumbres nada queda. El urbanópata contemporáneo ha sustituido la cortesía por la desconfianza. Envés de preguntar a alguien que nos mira con insistencia: “¿le puedo servir en algo?”, lo común es oír decir: ¿qué me ves huey? Una vez más, no podía ser de otro modo. Ya nadie enseña normas de urbanidad. El grado de escolaridad promedio en México es de cuarto de primaria y como el sustituto actual de la urbanidad es el civismo, y éste, como materia escolar no se enseña hasta llegar a la secundaria, pues la mayoría de nuestros conciudadanos desconocen que la mentada de madre no es la única forma de relacionarse con quien difiere de nosotros. Por cierto que la palabra civismo también proviene de ciudad: “civitas”, lo relativo a la ciudad.

En contraste, el espacio rural se ha convertido en el lugar de las buenas costumbres. El dar las buenas tardes y agradecer la cortesía del otro es práctica campirana. Hoy, el carácter de bruto es directamente proporcional con el número de habitantes de la ciudad en donde se cohabita.

Parece que el penoso episodio que la semana pasada se vivió en Tlahuac es más urbano que rural. No es que se acostumbrara el asesinato ni que el tubo o la gasolina fueran instrumentos de uso popular. La carencia de frenos al instinto es un producto del deterioro social no una forma de supervivencia de los pueblos. El incremento de la delincuencia o de la corrupción tiene los mismos orígenes. Ni siquiera el miedo al castigo está funcionando para detener la naturaleza del actual Hombre de Tlahuac, como tampoco sirvió para contener al Homo Erectus. No somos más que cavernícolas tecnificados.

joseluis@camba.ws