martes, febrero 01, 2005

TORTAS DE A TRES MIL PESOS

Por: José Luis Camba Arriola

Mientras escribo estas líneas me encuentro volando de Tijuana al Distrito Federal. Las sobrecargos nos acaban de entregar un paquete de papel aluminizado de difícil apertura; más de uno, incluido yo, tuvimos que solicitar asistencia para llegar a su contenido. Ninguno de los pasajeros sabía lo que se encontraba dentro de la novedosa bolsa. Su estilo NASA confundía. Considerando la dificultad de apertura y lo misterioso de su contenido, sugerí por escrito a la Aerolínea que al final de las recomendaciones de seguridad que con evidente aburrimiento tienen que repetir las azafatas al principio de cada vuelo, se incluyeran instrucciones sobre el contenido, apertura y manejo del bulto de aluminio en cuestión.

La envoltura asociada con las fiestas navideñas sugería un inesperado regalo de fin de año por parte de la compañía transportadora. Cuan grande fue mi sorpresa al desenvolver el presente que me había tocado y encontrarme con una torta mal hecha, una bolsita de fritangas y una salsita picante. A punto estuve de protestar y exigir que se me cambiara de regalo cuando me percaté de que la democracia también se practica en el aire: las aeromozas le habían entregado el mismo presente a cada pasajero. La comida no podía ser, ni siquiera traía cubiertos, ni postre, ni pastelito y menos charolita con espacios para cada cosa. Tenía que tratarse de un aperitivo hasta el momento de la comida.

Cortésmente le indique a quien me atendía que prefería esperar a que me sirvieran la comida. Atónito quedé cuando se me informó que esa especie de torta debía interpretarse como alimento. No lo podía creer. Recordaba cuando viajar representaba una aventura para la que uno incluso se ataviaba con sus mejores ropas. El avión era algo más que un medio de transporte: era lujo y emoción. Hermosas mujeres, sueño de todo adolescente de entonces, se enlistaban para trabajar en ellas. Cubiertos de metal y comidas calientes, hasta platillos para elegir. Algunas marcas de buenos vinos y digestivos para después de yantar. Se entendía que viajar podía resultar molesto: espacios reducidos, necesidad de compartir el viaje con desconocidos y lo peor de todo, utilizar un baño colectivo. Las compañías de aviación intentaban otorgar algunos paliativos de bajo costo para compensar las incomodidades.

Sé que cubiertos de metal ya no se pueden usar porque los expertos en seguridad dicen que desde los atentados a las Torres Gemelas, hasta el hilo dental es un arma mortal. También sé que la igualdad obliga a que no todas las azafatas sean guapas. Entiendo, aún sin estar de acuerdo, que los asientos sean cada vez más pequeños para que mayor cantidad de carne y hueso puedan retacarse en un avión. Lo que no puedo entender es lo que justifica que cada vez más se nos trate como ganado. Las incomodidades de volar no han disminuido, por el contrario, se han incrementado. La mayoría de los vuelos son más cortos que el tiempo que toma a un pasajero cumplir con los traslados, revisiones y trámites de “seguridad” necesarios para concluir un viaje.

Nada justifica que nos alimenten como reses de engorda. El costo promedio de producción de una comida decente no excede los doce pesos. Si le añadimos empaques, sistemas de calentamiento y servicio, puede subir a unos dieciocho. El boleto más barato en esta ruta acaricia los tres mil pesos. Ni las presiones sindicales, ni el incremento en el precio de los seguros y servicios aeroportuarios justifican tratarnos como “boy scouts”; su pertenencia a estos grupos es voluntaria, viajar no es usualmente una decisión, la mayoría de las veces es una necesidad. Escudarse en amenazas terroristas y normas de seguridad para disminuir costos de operación en detrimento de los usuarios del servicio aéreo es, cuando menos, una bajeza.

Nada, pero nada, justifica pagar tres mil pesos por un vuelo con semejante comida. Otra cosa muy diferente sería comprar una torta gacha en cuyo precio se incluyera un vuelo de tres mil pesos.

Así como el precio del vuelo no justifica la torta, tampoco la torta justifica el precio del vuelo.

La falta de respeto con la que el ciudadano promedio es tratado es una evidencia de que, al igual que la mayoría de los políticos, el conjunto de los Consejos de Administración de las grandes empresas, nos consideran un número sacrificable. Ya es hora de que en México se sigan los ejemplos de la Europa continental; debemos constituir organizaciones de consumidores que sean capaces de forzar a las compañías a tomar en cuenta a sus usuarios o correr el riesgo de desaparecer.

No podemos esperar que papá gobierno haga todo por nosotros. Hablemos. Para eso, a parte de para comer tortas a treinta y tres mil pies de altura, nos dieron la boca.

El que no llora no mama. Hagamos algo para que el que mama no llore.

P.S.: Acabamos de tratar de salir del avión y me di cuenta de que cometí una injusticia. El viaje que compré es un VTP (Viaje Todo Pagado). El avión nos dejó a dos kilómetros de la terminal de pasajeros y un microbús cuaresmeño, de esos multiplicados por dos fue por nosotros. Tan bien se veía el transporte que la tripulación de la aeronave se negó a transportarse junto con nosotros.

El vuelo incluía torta, autobús y avión. Un viaje completo. Gracias a Dios existen aerolíneas como ésta (AVIACSA). Que haría el viajero común sin este servicio.

Por cierto que para enterarse del lugar en que van a descargar el equipaje hay que contratar a un prestidigitador. A lo mejor por eso abundan los anuncios televisivos de gurús.

Estimado lector, si va a volar contrate a uno. Es conveniente saber de antemano con lo que se va a encontrar.

joseluis@camba.ws